viernes, 3 de julio de 2015

El alma de Manuel Castilla vaga por las tierras de Salta

Poeta, periodista, titiritero; una de las voces más genuinas entre las que a partir de la década del ‘40 refundaron la poesía del Noroeste desde una percepción más compleja y otra problematización del paisaje y su gente. Su poesía se deslizó también en canciones que marcaron un clasicismo para la proyección folklórica.
Castilla nació el 14 de agosto de 1918, en la casa de la estación ferroviaria de Cerrillos, Salta, donde su padre, Ricardo Anselmo Castilla, era jefe. Sin terminar el Colegio Salesiano –se cuenta que tuvo que repetir tres veces primer año– y ya encandilado por el hábito de escribir versos, a los 18 años entró a trabajar en El Intransigente, el diario salteño fundado en 1920 por David Michel Torino. En la redacción que en 35 años compartiría con Raúl Aráoz Anzoátegui, Miguel Angel Pérez, Walter Adet, Jacobo Regen, comenzó pasando listas de farmacias de turno y resultados de las divisiones inferiores del fútbol, hasta llegar a ser uno de sus más refinados columnistas. También trabajó como titiritero, primero con Jaime Dávalos y luego con Carlos “Pajita” García Bes. Se casó con María Catalina Raspa, con quien tuvo dos hijos, Leopoldo (Teuco) y Gabriel (Huayra).
Cuando el impulso de nombrar lo propio de otra manera se instalaba en la poesía de Latinoamérica –Pablo Neruda ya había publicado Residencia en la tierra, por ejemplo–, un grupo de poetas y pintores se reunió en torno de la revista La carpa, que se editó en San Miguel de Tucumán entre 1943 y 1948. Junto a Castilla estaban el jujeño Raúl Galán –artífice principal del movimiento– y Aráoz Anzoátegui, además de María Adela Agudo, Julio Ardiles Gray y Nicandro Pereyra, entre otros. El ardor juvenil y cierta vocación iconoclasta de quienes entusiasmados pensaban que el verso libre y la prosa poética podían ser el inicio de todo, desembocó en un programa estético tan claro como vehemente. “Creemos que la poesía tiene tres dimensiones: belleza, afirmación y vaticinio” comenzaba el manifiesto del grupo, redactado por Galán, en el que también se afirmaba: “Creemos que la poesía es flor de la tierra, en ella se nutre y se presenta como una armoniosa resonancia de las vibraciones telúricas. (...) Nosotros preferimos el galardón de la poesía buscando las esencias más íntimas del paisaje e interesándonos de verdad por la tragedia del indio, al que amamos y contemplamos como un prójimo, no como un elemento decorativo. Nada debemos a los falsos folkloristas. Tenemos conciencia de que en esta parte del país la poesía comienza con nosotros.” Acaso le estaban hablando a Juan Carlos Dávalos, que desde Salta había sacralizado las formas de la poesía clásica y en cuyas tertulias aleccionadoras había sabido demorarse un Castilla adolescente. “Así como Dávalos cultivó el Siglo de Oro español y literariamente no avanzó un paso más aquí del siglo XIX (a lo más que llegó al final de su vida, fue al verso blanco), la generación de La carpa estuvo atenta a su época y tuvo la tarea de absorber y utilizar sus aportes, especialmente a Neruda y Vallejo, la generación española del ’27 y, un poco más allá, aunque sin exagerar, el impulso descolocador del surrealismo”, explica Santiago Sylvester en el ensayo que introduce El gozante, una antología de Castilla publicada por Colihue. La revista Angulo, en Salta, y más tarde Tarja, en Jujuy, prolongaron la línea de La carpa, con Jorge Calvetti, Mario Busignani, Héctor Tizón y artistas plásticos como Medardo Pantoja y, en los años en los que vivió en Salta, Héctor Bernabó, el pintor, dibujante y muralista que sería emblema de la pintura del nordeste brasileño con el nombre de Carybé. A esa expansión cultural se sumaron también los músicos Gustavo “Cuchi” Leguizamón y Juan José Botelli.
Por esos años también la proyección folklórica contemplaba ambiciones renovadoras. En 1948 Jaime Dávalos y Eduardo Falú habían compuesto “La Candelaria”, una zamba que prueba la posibilidad de elaborar metáforas en la canción vernácula; ese mismo año se formaba en Salta Los Chalchaleros, una revolución que en poco tiempo llegó a encarnar las prerrogativas perpetuas de la tradición; desde mucho antes Yupanqui había actualizado la estampa del payador peregrino y Buenaventura Luna había instalado el folklore en las radios. En ese contexto, como muchos de los poetas de esa generación, Castilla trasladó sus asombros por el paisaje y sus hombres al emporio de la canción. A mediados de la década del ’50, cuando ya había publicado Luna muerta (1943), La niebla y el árbol (1946), Copajira (1949), La tierra de uno (1951) y Norte adentro (1954), escribió junto al “Cuchi” Leguizamón la “Zamba del pañuelo”. Fue su primer aporte a un repertorio folklórico que escuchaba sus propias expansiones y el comienzo de una colaboración que con títulos como “Maturana”, “La pomeña”, “Zamba de Lozano”, “Zamba de Juan Panadero”, “Carnavalito del duende”, “Juan del Monte”, “Canción del que no hace nada”, entre muchas otras, consolidó una de las duplas más formidables de la música argentina.
El “Barbudo”, como le decían, escribió también las glosas para el programa El corazón de tierra de la guitarra, que Eduardo Falú tenía en Radio El Mundo y, junto a César Perdiguero, para El canto cuenta su historia, con Los Fronterizos. En colaboración con Falú escribió además “La volvedora” y “No te puedo olvidar”, por ejemplo, y logró cosas maravillosas con Rolando “Chivo” Valladares, como “Canción de las cantinas”, “Bajo el sauce solo” y “Zamba del romero”, entre otras. “Con el Barba Castilla nos habremos visto cinco o seis veces, podría contar las veces a través del número de canciones que hicimos juntos (...) El me decía, vamos al mercado a encontrarnos con la gente. Era amigo del lechero, del panadero, del que vendía pescado, de ahí sacaba las cosas, de la comunicación diaria con el pueblo. El Barbudo era una continuidad con su poesía”, lo recuerda Valladares en la edición de su cancionero, transcripto por Leopoldo Deza y editado en 2006 por la Universidad Nacional de Tucumán.
De la voz a la palabra y otra vez a la voz, la poesía de Castilla conserva los reflejos de la cultura oral de una tierra que canta desde hace miles de años. Hay una resaca coplera, voces anónimas que braman y mancomunan lo escrito con lo cantado. Detrás de las zambas retumban viejas zambas y si su primera persona se deja devorar por las piedras, la arena o el verde es para ser el paisaje, tan quieto y milenario, y desde allí escribir el árbol, el río, los pájaros, mirar a la gente y los oficios y los carnavales, con sus propias palabras. En el viaje inmóvil de su plan poético, Castilla no enunciaba reivindicaciones; su orgullo era recorrer su lugar, el Norte, inventarlo tal como es, apartarlo de las circunstancias del tiempo, ser arte y parte. “...si alguno me tocara las manos se iría enloquecido de eternidad...”, dice en “El gozante”. El poeta es un punto preciso en la tierra que sin embargo súbito se traduce hacia el universo.
De solo estar (1957), El cielo lejos (1959), Bajo las lentas nubes (1963), Amantes bajo la lluvia (1963), Posesión entre pájaros (1966), Andenes al ocaso (1967), Tres veranos (1970), El verde vuelve (1970), Cantos del gozante (1972), Triste de la lluvia (1977) y Cuatro carnavales (1979) completan una obra poética que entre otros galardones mereció en 1973 el Primer Premio Nacional de Poesía y el Gran Premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores, entonces dirigida por Dardo Cúneo. Ese mismo año, la Universidad Nacional de Salta lo nombró Doctor Honoris Causa.
“Seguramente desde hace muchos siglos, el alma de Manuel Castilla vaga por las tierras de Salta. ¿Cómo explicarse, si no, la lucidez, la honda certeza, la bella seguridad con que el Barbudo ha expresado su Norte?”, escribe Jorge Calvetti en la contratapa de un disco que rescata algunos poemas dichos por el mismo Castilla, con un acento que también es paisaje

No hay comentarios:

Publicar un comentario