sábado, 7 de julio de 2012

La voz confidencial de un cantor perfumado de glicinas

ANGEL VARGAS
No apeló al lucimiento vocal. Ajustó su estilo a las modestas posibilidades de su garganta, convirtiendo en ventaja lo que era un handicap. Su recurso consistió en expresar delicada, entrañablemente, las historias que contaban los tangos, adornando algunos sonidos planos con fiorituras que recuerdan de algún modo al cante andaluz. Cuando el oyente se interna en el legado de 180 grabaciones que dejó Angel Vargas, siente habitar un mundo armonioso, de bondad, de emoción, de sensaciones que pasan por el alma. Hay allí barrios pobres, consejeras de vecindario, racimos florales, ventanitas de arrabal, vidas simples de secretas ambiciones e ilusiones ajadas. 
El poema de lo simple tiembla en su voz confidencial, que nunca lastima. Y así, mientras dure su jornada embriagadora, el viajero creerá que el de ese cantor nacido en Parque Patricios cien años atrás es el mejor mundo imaginable que pueda proponer un cantor de tango. No es así, sin embargo. Cantores “insuperables” hay muchos. Cantores que son en sí mismos un sistema de emociones y placeres estéticos, y cuyos niveles de calidad es mejor no comparar. Todos ellos y cada uno son lo supremo, a partir de Carlos Gardel y Rosita Quiroga, hasta los magníficos chicos y chicas de este 2004. Luego podrá el diletante mudarse a vivir con uno u otro por el tiempo que quiera, idolatrarlo mientras se aloja en su arte y, después, partir agradecido hacia otro excelso refugio.
Angelito Vargas fue madurando como vocalista a lo largo de los años ’30, dejando en el camino unas pocas grabaciones que muestran su progreso. Ejemplo saliente de esta forja es Adiós, Buenos Aires, registrado en 1938 con la Orquesta Típica Victor, propiedad de ese sello, constituida exclusivamente para grabar y cuya existencia se extendió por dos décadas. El bellísimo tema, perteneciente al cineasta Leopoldo Torres Ríos, muestra a un Vargas de voz velada, como si una sombra apesadumbrada se tendiera sobre ella. Parece perdurar en su gola la penumbra del cine mudo donde, años antes, comenzara como tantos su carrera de trovador.
En aquellos finales de la “década infame”, la gente estaba ávida de comunicación, de cantantes que le dijeran cosas, en lugar de lucir sus dotes líricas o sus voces aterciopeladas, de sublimado romanticismo. Así, mientras algunos perdían popularidad (Alberto Gómez, Jorge Omar, Roberto Ray y otros), ascendían los Alberto Castillo, Fiorentino, Roberto Chanel, luego Enrique Campos o Carlitos Roldán. Cada uno con su personalidad, tan diferente de la del resto, y entre ellos Angel Vargas, el más perfumado de malvones y glicinas.
En lo musical, el pianista Angel D’Agostino tañía la misma cuerda. Sus arreglos orquestales eran sencillos, armoniosos, carentes de brusquedad. No era un Juan D’Arienzo y menos un Rodolfo Biaggi, drásticos y danzantes. Tampoco navegaba hacia las complejidades paulatinas de un Aníbal Troilo, y tampoco las de un Manuel Buzón. Lo de D’Agostino fue, y sería siempre, un idioma puro, exquisitamente prolijo, que excitaba emociones diáfanas pero también profundas. En este sentido, sus notas, como ocurriera desde los años ’20 con las del sexteto De Caro, pintaban acuarelas húmedas de barrios apacibles, recorridos por historias no siempre calmas e incluso asiniestradas de cuchillos. Piano, bandoneones y violines tejían cantos y contracantos para que las imágenes callejeras flotaran en contraluz. Luego ingresaba el cantor con su retazo argumental, buscando el micrófono.
Todo aquello era hermoso, diverso pero, en última instancia, siempre igual. Los tres minutos de cada tango. Los dieciséis versos, o quizá cuatro u ocho más, entonados u omitidos. Esos moldes contra los cuales reaccionó Astor Piazzolla, reclamando libertad a gritos, harto y transgresor. Pero los D’Agostino y los Vargas no se dejaron perturbar. Siguieron siendo los mismos, aunque también a ellos el tiempo iba transformándolos en una variante cada vez más refinada de su propiaanécdota. Sin embargo, fueron siempre fieles a sí mismos, sin importarles si era ésa una virtud o una cortedad de miras. Lo cierto es que ahora, en la era post Piazzolla, el más avanzado de los oídos acude en ciertas tardes a ese recinto del pasado, perdido con dos Angeles que reiteran sus tangos siempre sorpresivos, sus valsecitos, sus milongas, ajenos al rodar de las agujas.
D’Agostino-Vargas fue un binomio compacto, indisoluble, quizás el mejor fraguado de todos. Aun así, en 1943 protagonizaron una litigiosa separación cuando la orquesta se sublevó ante la negativa del director de aumentarles la paga por tango grabado. En esos tiempos, los ejecutantes cobraban cada cual unos pesos moneda nacional por grabar, y luego no tenían derecho a nada más, independientemente del éxito de ese registro y del negocio que otros hicieran con las placas de pasta. La insurrección fue iniciada por Benjamín Holgado Barrio, primer violín, que exigió 17 pesos en lugar de 15 por grabar en los estudios de la Victor. D’Agostino prefirió que desertara toda la orquesta, Vargas incluido, antes que pagar dos pesos más.
El cantor encomendó entonces a Alfredo Attadia la dirección de la que pasaba a ser “su” orquesta. Pero pronto se reconcilió con D’Agostino, que lo había remplazado por Raúl Aldao pero añoraba su regreso. Los dos Angeles renegociaron los términos, Vargas retornó y el resto de los muchachos se quedaron a la intemperie, en aquel crudo invierno golpista, indignados con aquel ángel que se les volviera demonio de traición. Tres años largos después sobrevendría la definitiva separación de los querubes. En la ocasión, Vargas dio una vez más muestras de sabiduría musical al elegir al bandoneonista Eduardo del Piano como conductor de su orquesta, función en la que permanecería hasta 1950.
Respecto de Vargas, lo mismo que de Alberto Castillo o Alberto Marino, se discute aún hoy si su mejor época fue la consagratoria –con D’Agostino, Ricardo Tanturi y Aníbal Troilo, respectivamente– o si alcanzaron su cumbre en la siguiente –con Del Piano o Emilio Balcarce, para los dos últimos–. Esa discusión es útil y no hay prisa por saldarla, pero está claro en el caso de Vargas que, tanto con Del Piano como luego con el pianista Armando Lacava (1950/54), no hay mella alguna en la calidad del vocalista y hay sí la forja de un estilo instrumental más moderno y rico que el de D’Agostino de comienzos de la década de 1940. Por tanto, el marco orquestal que sostiene a Vargas se torna suntuoso y arrebatador.
Luego, y hasta su temprana muerte en 1959, Angelito Vargas será secundado por el trío del bandoneonista Alejandro Scarpino, también nacido en 1904 y compositor del célebre Canaro en París; y sucesivamente por Toto D’Amario, Luis Stazo y José Libertella, todos fueyeros y, los dos últimos, futuros protagonistas, hasta hoy, del Sexteto Mayor

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